sábado, 23 de mayo de 2009

martes, 12 de mayo de 2009


cuando veo mis fotos de chiquta siempre digo porqe no soi haci para toda la vida porqe crecer , en los tiempos de ahora cuando tenes 12 años o mas lo unico en qe se fijan es si llebas ropa qe esta a la moda , y por eso no son tus amigos si no la tienes , cuando todos nosotros fuimos a jardin a nadie le interesaba si llevabamos un lloguin o jean si sapatillas rotas o nuevas lo unico qe qeriamos de chiquitos era jugar y hacer nuevos amigos , porqe no pasa eso ahora porqe dejo de pasar en la etapa de crecimiento? mas all a de todo uno de nuestra edad quiere lo mejor , pero aqellos qe no tienen nisiquiera para comprar un par de zapatillas no tiene amigos porqe lo qe hacen en este momento las personas ignorantes es decir no yo me junto con ese mira sus zapatillas no tiene qe tener mi onda , ami verdaderamente antes de decir eso nose veo qe tengo unas zapas qe safan y no las uso bueno se las doi a el o a ella pero a mi no me interesa el aspecto sino me interesa lo qe es por dentro esa persona tratar de ayudarla/lo nose es algo qe algunas personas deverian pensar antes de decir o hacer las cosas qe hacen

miércoles, 29 de abril de 2009

Me llamó la atención él, por su forma de mirarla, como si no fuese una desconocida que veía por vez primera, pero así era. Él había subido en la misma estación que yo y estaba solo. Recién en la siguiente parada, ella entró al autobús y no se percató de su presencia, pese a que se sentó junto a él. Después, sacó de la mochila un dossier de ilustraciones. Él, como ya dije, la miraba, como si evocase un centenar de momentos compartidos: el otoño en que la lluvia los llevó a refugiarse en el mismo lugar, la excusa para hablarle, un número de teléfono, los días de dudas, la timidez de él para invitarla a salir, los silencios de ella para retrasar la cita, el recital en el que coincidieron, el beso, los besos, las confesiones, los descubrimientos, cenas de dos, reuniones, compromisos, el compromiso, hijos y deseos de seguir soñando. ¿Y si únicamente le recordase a un antiguo amor? O quizá, sin aguzar tanto la memoria, ella era la silueta vacía de sus anhelos, de esa ilusión latente que lo mantuvo despierto, de un desenlace feliz que ya había vivido durante cada noche de insomnio.
Yo no tenía pensado tomar un autobús, ella tampoco. Afuera había dejado de llover. Le pregunté si las ilustraciones eran suyas.

Sool. Franco

Muerta ella ; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.

Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.»

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Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la desgracia, y parecióme que «ella», viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.

Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el «¡qué tarde vienes!» de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones -que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde «ella» me aguardaba...-. Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu...

La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.

Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé -¿vacila el que va a morir?- en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.

Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados. El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome a la luz, me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me legaba su ternura.

Desaté, desdoblé, empecé a deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió..., y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba a asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero al examinar los papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí... Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, «ella» había conservado siempre, en el oculto rincón del secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura..., señalaban, tan exactamente como la brújula señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez».... al «mismo tiempo».... o «muy poco antes»... Y una voz irónica gritábame al oído: «¡Ahora sí.... ahora sí que debes suicidarte, desdichado!»

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso.... con los dos tiros.... reventé los dos verdes y lumínicos ojos que me fascinaban



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La última ilusión de Don Juan


Las gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente que a Don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan para su satisfacción los sentidos y, a lo sumo, la fantasía, y que no necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el peso de la tierra le oprime. Y yo os digo, en verdad, que esas gentes superficiales se equivocan de medio a medio, y son injustas con el pobre Don Juan, a quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el alma inundada de caridad y somos perspicaces.... cabalmente porque, cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.

A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo alimentó y sostuvo Don Juan su última ilusión..., y cómo vino a perderla.

Entre la numerosa parentela de Don Juan -que, dicho sea de paso, es hidalgo como el rey- se cuentan unas primitas provincianas muy celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban la Beatita. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: parecíase a una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y pureza (porque algunas, como la morena «de la servilleta», llamada Refitolera, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor vagabundo de Don Juan le impulsaba a darse una vuelta por la región donde vivían sus primas, iba a verlas, frecuentaba su trato y pasaba con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al perdido hacia la santa, y más aún a la santa hacia el perdido, os diré que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos.... y después de esta explicación nos quedaremos tan enterados como antes.


martes, 28 de abril de 2009

lunes, 27 de abril de 2009